La exigencia de justicia por parte de las víctimas y sobrevivientes ixiles, durante el proceso penal por genocidio y crímenes de lesa humanidad en contra de José Efraín Ríos Montt y de Mauricio Rodríguez Sanchez, ha sido afrontada por la parte conservadora de la sociedad guatemalteca como una provocación inadmisibleUn acto de traición a la paz.
El proceso contra Ríos Montt y Rodríguez Sánchez ha evidenciado, una vez más, la tan asentada costumbre del bien avenido matrimonio entre la oligarquía tradicional y los militares de imponer su versión de los hechos por medio de la intimidación y de la coacción que históricamente han tenido por práctica cotidiana.
También se ha vuelto a evidenciar que la sociedad guatemalteca permanece hipersegmentada por conflictos étnicos, religiosos, políticos y de clase, herederos de un feudo que se prolonga en el tiempo y de una democracia no adquirida sino instaurada. Unos conflictos que no son fruto de enjuiciar a criminales de guerra o genocidas, sino de la praxis violenta y violentogénica de quienes han detentado el poder, que son quienes han escrito su historia y su verdad, que no la historia y la verdad.
La historia: mut(il)aciones de ayer y de hoy
Los regímenes represivos (re)escriben antojadizamente la historia para legitimarse y para evitar procesos de rendición de cuentas ante la responsabilidad penal que conlleva cometer crímenes graves. Así, quienes narran y generan opinión son sujetos activos y parte fundamental dentro de la propia estructura bélica.
Para garantizar la imposición de la historia oficial, la academia conservadora de Guatemala limitó, incluso con vidas acabadas en medio, las publicaciones autorizadas para imprenta. Académicos y académicas que no comulgaban con la versión institucional se convirtieron en el objetivo del exterminio selectivo y de la persecución durante el conflicto armado. También lo fueron periodistas que en muchas ocasiones se vieron obligados a dar a conocer como hechos o actualidad los comunicados del gobierno. La censura y la autocensura se convirtieron en rutina. Un ejemplo de ello es el testimonio de un periodista, sobreviviente del conflicto armado interno, incluido en el libro La Masacre de Panzós: Etnicidad, tierra y violencia en Guatemala, de la antropóloga Victoria Sanford: “La censura y la corrupción vienen en varias formas. Había periodistas desaparecidos, editores asesinados. No necesitabas una amenaza de muerte para saber que a ti te tocaría pronto. (…)Hubo editores que cambiaban lo que tú habías escrito para protegerte o para protegerse a sí mismos porque realmente estaban al lado del Ejército.”
En el contexto de la Guerra Fría, los flujos informativos imperantes en Guatemala estaban plagados de opiniones en contra del temido fantasma que recorría el planeta, el comunismo. Algo que resultaría completamente absurdo en nuestros días. Por ello, la élite política y económica del país, así como su brazo armado (legal e ilegal), han tenido que actualizar los argumentos con los que justifican la persecución de quienes se atreven a pensar de forma diferente. Para tal fin se han alineado con el discurso de una supuesta defensa frente a un supuesto terrorismo. Idea que, por supuesto, no es propia de los grupos de poder locales, sino la conveniente importación de un producto fabricado en los laboratorios del norte.
Así como durante el conflicto armado la población civil fue declarada el enemigo interno, hoy las y los integrantes de la sociedad civil organizada son para estos autoproclamados “defensores de la patria” las y los terroristas a vencer. La criminalización de activistas, de defensoras y defensores de los Derechos Humanos se crea y difunde a través del latifundio mediático que militares y oligarcas dominan. Desde ahí, lanzan, como de costumbre, una campaña que se centra en desprestigiar e intimidar a quienes no se someten a sus reglas.
Los medios, incluidas las redes sociales, se convierten en tribunales inquisidores donde, sin reconocimiento de los límites de la libertad de expresión, cualquier persona relacionada con la defensa de los Derechos Humanos puede ser estigmatizada como terrorista, la nueva modalidad de enemigo interno. Terrorista también es la etiqueta con que se clasifica a cualquier persona que se oponga a la política extractiva de las corporaciones transnacionales radicadas en Guatemala.
Aristóteles sostenía que se puede comprender sólo a los que sufren un infortunio inmerecido. Esto lo han entendido muy bien los aparatos represivos en Guatemala, por eso trabajaron larga y sistemáticamente en la estigmatización de la población indígena, hasta convertirla en el enemigo interno. El objetivo era hacerla fácilmente prescindible. Estos marcos de interpretación de la realidad están atravesados por el imaginario construido y pre-fabricado desde la opinión que reina en los medios actuales, y tienen la misma razón de ser de siempre: mantener a quienes se oponen a los intereses de la fusión oligarca-militar señalados como delincuentes, por lo tanto merecedores de cualquier castigo.
La pretensión final de definir la historia de la población, convertida en objetivo militar, es pues, la imposición de quien es sujeto y quien se convierte en objeto. Como afirmó Simone Weil, en su sublime ensayo sobre la guerra La «Iliada» o el poema de la fuerza: “La violencia convierte en cosa a quien está sujeto a ella.”
Negacionismo y la negación de la negación
“No hubo genocidio. Lo vuelvo a repetir ahora después del fallo” dijo Otto Pérez Molina, presidente de Guatemala, al periodista Fernando del Rincón de CNN en Español, reafirmándose como cabeza visible de la maquinaria negacionista que ha puesto en marcha todo tipo de acciones para reducir cualquier atisbo de debate, no sólo sobre la existencia del genocidio en Guatemala, sino sobre la naturaleza de este delito que demanda, para su correcta comprensión, ser analizado con todo rigor.