El proceso contra Ríos Montt y Rodríguez Sánchez ha evidenciado, una vez más, la tan asentada costumbre del bien avenido matrimonio entre la oligarquía tradicional y los militares de imponer su versión de los hechos por medio de la intimidación y de la coacción que históricamente han tenido por práctica cotidiana.
También se ha vuelto a evidenciar que la sociedad guatemalteca permanece hipersegmentada por conflictos étnicos, religiosos, políticos y de clase, herederos de un feudo que se prolonga en el tiempo y de una democracia no adquirida sino instaurada. Unos conflictos que no son fruto de enjuiciar a criminales de guerra o genocidas, sino de la praxis violenta y violentogénica de quienes han detentado el poder, que son quienes han escrito su historia y su verdad, que no la historia y la verdad.
La historia: mut(il)aciones de ayer y de hoy
Los regímenes represivos (re)escriben antojadizamente la historia para legitimarse y para evitar procesos de rendición de cuentas ante la responsabilidad penal que conlleva cometer crímenes graves. Así, quienes narran y generan opinión son sujetos activos y parte fundamental dentro de la propia estructura bélica.
Para garantizar la imposición de la historia oficial, la academia conservadora de Guatemala limitó, incluso con vidas acabadas en medio, las publicaciones autorizadas para imprenta. Académicos y académicas que no comulgaban con la versión institucional se convirtieron en el objetivo del exterminio selectivo y de la persecución durante el conflicto armado. También lo fueron periodistas que en muchas ocasiones se vieron obligados a dar a conocer como hechos o actualidad los comunicados del gobierno. La censura y la autocensura se convirtieron en rutina. Un ejemplo de ello es el testimonio de un periodista, sobreviviente del conflicto armado interno, incluido en el libro La Masacre de Panzós: Etnicidad, tierra y violencia en Guatemala, de la antropóloga Victoria Sanford: “La censura y la corrupción vienen en varias formas. Había periodistas desaparecidos, editores asesinados. No necesitabas una amenaza de muerte para saber que a ti te tocaría pronto. (…)Hubo editores que cambiaban lo que tú habías escrito para protegerte o para protegerse a sí mismos porque realmente estaban al lado del Ejército.”
En el contexto de la Guerra Fría, los flujos informativos imperantes en Guatemala estaban plagados de opiniones en contra del temido fantasma que recorría el planeta, el comunismo. Algo que resultaría completamente absurdo en nuestros días. Por ello, la élite política y económica del país, así como su brazo armado (legal e ilegal), han tenido que actualizar los argumentos con los que justifican la persecución de quienes se atreven a pensar de forma diferente. Para tal fin se han alineado con el discurso de una supuesta defensa frente a un supuesto terrorismo. Idea que, por supuesto, no es propia de los grupos de poder locales, sino la conveniente importación de un producto fabricado en los laboratorios del norte.
Así como durante el conflicto armado la población civil fue declarada el enemigo interno, hoy las y los integrantes de la sociedad civil organizada son para estos autoproclamados “defensores de la patria” las y los terroristas a vencer. La criminalización de activistas, de defensoras y defensores de los Derechos Humanos se crea y difunde a través del latifundio mediático que militares y oligarcas dominan. Desde ahí, lanzan, como de costumbre, una campaña que se centra en desprestigiar e intimidar a quienes no se someten a sus reglas.
Los medios, incluidas las redes sociales, se convierten en tribunales inquisidores donde, sin reconocimiento de los límites de la libertad de expresión, cualquier persona relacionada con la defensa de los Derechos Humanos puede ser estigmatizada como terrorista, la nueva modalidad de enemigo interno. Terrorista también es la etiqueta con que se clasifica a cualquier persona que se oponga a la política extractiva de las corporaciones transnacionales radicadas en Guatemala.
Aristóteles sostenía que se puede comprender sólo a los que sufren un infortunio inmerecido. Esto lo han entendido muy bien los aparatos represivos en Guatemala, por eso trabajaron larga y sistemáticamente en la estigmatización de la población indígena, hasta convertirla en el enemigo interno. El objetivo era hacerla fácilmente prescindible. Estos marcos de interpretación de la realidad están atravesados por el imaginario construido y pre-fabricado desde la opinión que reina en los medios actuales, y tienen la misma razón de ser de siempre: mantener a quienes se oponen a los intereses de la fusión oligarca-militar señalados como delincuentes, por lo tanto merecedores de cualquier castigo.
La pretensión final de definir la historia de la población, convertida en objetivo militar, es pues, la imposición de quien es sujeto y quien se convierte en objeto. Como afirmó Simone Weil, en su sublime ensayo sobre la guerra La «Iliada» o el poema de la fuerza: “La violencia convierte en cosa a quien está sujeto a ella.”
Negacionismo y la negación de la negación
“No hubo genocidio. Lo vuelvo a repetir ahora después del fallo” dijo Otto Pérez Molina, presidente de Guatemala, al periodista Fernando del Rincón de CNN en Español, reafirmándose como cabeza visible de la maquinaria negacionista que ha puesto en marcha todo tipo de acciones para reducir cualquier atisbo de debate, no sólo sobre la existencia del genocidio en Guatemala, sino sobre la naturaleza de este delito que demanda, para su correcta comprensión, ser analizado con todo rigor.
( Foto/Moises Castillo)
Una indígena ixil, pariente de una víctima de la guerra civil, escucha la traducción del español al ixil del juicio al ex dictador Efraín Ríos Montt eb Guatemala, jueves 9 de mayo de 2013. Acusado de la matanza de 1.771 indígenas durante la guerra civil, el ex general de 86 años es el primer gobernante de facto latinoamericano en ser juzgado y condenado por genocidio en un tribunal de su país.
Negar públicamente el genocidio, es buena muestra del lugar que le asigna el mandatario guatemalteco a la separación de poderes sobre la cual se asienta todo Estado democrático. Sin embargo, después, para negar el significado de la negación el Ministerio de Exteriores ha debido publicar un comunicado que cita: “El Gobierno de la República de Guatemala, por medio del Presidente Constitucional Otto Pérez Molina, ha respetado la libertad, independencia y autonomía de las instituciones judiciales, así, en correspondencia: respeta y acata sus conclusiones y resoluciones”. No se conoce que los embajadores extranjeros en Guatemala se hayan manifestado oficial y públicamente solicitando al presidente ejemplificar el respeto a la independencia del poder judicial. Excusatio non petita, accusatio manifesta.
Eso sí, para que no se diga que la negación del genocidio procede sólo de los militares y sus simpatizantes, la “intelectualidad” de la oligarquía se hizo presente con un comunicado para ratificar, desde los cerebros conservadores, la versión de sus guardianes armados. También lo hizo la otra parte, mucho más auténtica y representativa de esa misma oligarquía, el sector empresarial aglutinado en el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF).
La Verdad
Es obligación del Estado averiguar, dar a conocer y preservar la verdad, como salvaguarda fundamental contra la repetición de violaciones a los Derechos Humanos. Además, el Estado está obligado a recordar, asegurando la conservación y el mantenimiento de los archivos y otras pruebas destinadas, según Naciones Unidas, “a preservar del olvido la memoria colectiva y, en particular, evitar que surjan tesis revisionistas y negacionistas”.
Pero, la batalla de los militares y de la oligarquía es imponer a la población guatemalteca, por la vía del descrédito y del terror, la idea de que la reconciliación del país sólo es posible sin mirar al pasado. Su idea de paz está asentada sobre la base del olvido. Y no sólo del olvido legal que significa la amnistía, sino del olvido de todo cuanto las víctimas hayan podido padecer a manos del Ejército y sus aliados.
El mismo dictador, hoy condenado por genocidio y crímenes de lesa humanidad, en primera instancia, violó la más grande verdad del ordenamiento jurídico, la verdad constitucional: “No podíamos respetar la Constitución porque todo era una podredumbre, todo se había caído solo”, confesó Ríos Montt al Tribunal presidido por la jueza Jazmín Barrios, justificando así la sustitución de la Carta Magna por el Estatuto Central de Gobierno, que redactó junto a su Gabinete.
La evidencia de que los militares y la oligarquía no están dispuestos a asumir el peso de la verdad quedó demostrada, una vez más, con la estrategia dilatoria diseñada y ejecutada por la defensa de Ríos Montt y Rodríguez Sánchez durante el juicio por genocidio y crímenes de lesa humanidad. Sus defensores no dudaron en llegar al litigio malicioso para impedir no sólo la sentencia, sino algo bien sabido por ellos: la inconmensurable aportación a la Verdad que significan los testimonios de las y los sobrevivientes.
El ejercicio del Derecho a Ser Escuchado convierte, ante el mundo, a las víctimas que narran la realidad en sujetos políticos activos que nunca más tendrán la condición de objetos que les fue adjudicada por sus verdugos.
Pasos de animal grande
La población ixil ya no es el grupo aislado en las montañas, cuyas noticias sobre su exterminio controlado tardaban meses e incluso años en llegar a la portada de algún medio. Los hombres y las mujeres mayas de Guatemala son una mayoría que cada vez se aleja más de ese grupo humano observado, ese “otro” que como dice Susan Sontag, “incluso cuando no es enemigo, se le tiene por alguien que ha de ser visto, no alguien (como nosotros) que también ve.”
Guatemala entera ya no es el país donde la cárcel era sólo una amenaza para los pobres: Alfonso Portillo y Ríos Montt son una buena muestra de ello. Es un país que está en la primera página de periódicos de todo el mundo que rinden homenaje a la enorme capacidad de resiliencia y a la valentía inquebrantable de una población amenazada por una bestia armada que se sabe herida y cuyos feroces y reactivos coletazos alcanzan a víctimas y sobrevivientes del conflicto armado, a activistas, a defensores y defensoras de Derechos Humanos, y a jueces y fiscales cuya integridad nos reconcilia cada día, como humanidad, con la justicia.
Antes, el miedo de los militares a la verdad quedó patente con su negativa absoluta incluso a llamar Comisión de la Verdad a la detallada narración de las violaciones a los Derechos Humanos cometidas, en su enorme mayoría, por el Ejército en contra de la población civil de Guatemala. Esa verdad que le costó la vida a Juan Gerardi y que finalmente se llamó “Recuperación de la Memoria Histórica”.
Quizá el único acto de aportación a la verdad, cargado de significado, ha sido la autoinculpación simbólica que conlleva el que tantos aliados de los militares estén dándose por aludidos como genocidas. Nos recuerdan que nada de lo que Ríos Montt hizo fue solo.
El miedo de los militares es absolutamente fundado: el pueblo de Guatemala es cada día más consciente de la represión causada por un ejército que masacró a más del 90% de las víctimas del conflicto armado totalmente al margen de los episodios de combate, que fueron contados y excepcionales. Una buena parte de la Comunidad Internacional también conoce, hasta la saciedad, la condenen o no, la desproporcionada e injustificada violencia cometida por el Ejército en contra la propia población guatemalteca, no sólo durante el conflicto armado interno sino ahora, defendiendo los derechos de las empresas extranjeras en el país. Pero quizá la verdad más incómoda para los militares es la claridad con la que les marca el coto la élite política y económica de Guatemala desvelándolos como lo que son: el brazo armado defensor de una oligarquía que no los reconoce ni los reconocerá jamás como iguales.
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