Por: Rodolfo Varela
La afirmación de que la democracia en América Latina está en peligro a causa de gobiernos de “izquierda” refleja una desilusión cada vez más evidente entre los pueblos. No es un secreto: muchos de esos gobiernos que se autoproclaman herederos de las luchas sociales han terminado preocupados más por enriquecer a sus cúpulas que por responder a las demandas históricas de justicia, igualdad y dignidad. Y esa traición, más que la ideología en sí, es lo que corroe las bases democráticas de la región.
La diversidad que no debemos ignorar
No todos los gobiernos de izquierda en América Latina son iguales. Existen experiencias moderadas y pragmáticas, como en Chile o Colombia, donde al menos se busca avanzar en consensos, enfrentar el cambio climático y redistribuir la riqueza con límites institucionales. Pero también existen los casos vergonzosos de Venezuela y Nicaragua, donde el autoritarismo, la represión y el clientelismo político destruyeron cualquier rastro de democracia.
Generalizar sería injusto, pero cerrar los ojos frente a las imposturas sería aún peor.
La manipulación del concepto de “izquierda”
En nuestra región, las etiquetas “izquierda” y “derecha” hace tiempo se volvieron herramientas propagandísticas más que categorías ideológicas. Lo que debería ser un proyecto de emancipación social, de defensa de los pobres y marginados, ha sido convertido en un escudo discursivo para justificar la corrupción, el nepotismo y la persecución de opositores.
Una verdadera izquierda se mide en cómo respeta la institucionalidad democrática, no en cómo manipula la historia o los símbolos.
Democracia y desencanto
El desencanto con la democracia en América Latina es real. Pero no se debe solo al fracaso de gobiernos “progresistas”; también obedece a factores estructurales: desigualdad brutal, corrupción enquistada, sistemas judiciales que se extralimitan o se politizan, bajo crecimiento económico y promesas incumplidas que cansaron a la gente.
Lo peligroso es que, frente a esa frustración, amplios sectores comiencen a ver el autoritarismo como alternativa. Ese camino ya lo conocemos, y siempre termina en más represión y pobreza.
La dictadura judicial: el nuevo rostro del autoritarismo
Hoy asistimos a una maniobra todavía más peligrosa: gobiernos de esta “nueva izquierda” utilizan los poderes judiciales como arma de sometimiento. A través de fallos selectivos, persecuciones judiciales y un control creciente de los tribunales, se consolida una dictadura judicial que aparenta legalidad pero en realidad restringe libertades, criminaliza la disidencia y debilita la democracia. No es el pueblo quien controla a la justicia; es la justicia politizada la que se convierte en instrumento del poder.
Medios y artistas al servicio del engaño
La maquinaria del poder no se limita a lo judicial. Estos gobiernos también se valen de los medios de comunicación comprados, que repiten consignas oficiales en lugar de informar, y de artistas inescrupulosos que, aprovechando su popularidad, confunden al pueblo con discursos fabricados y campañas pagadas con dinero público. La propaganda disfrazada de cultura es otro rostro del autoritarismo: una manera de manipular conciencias mientras se derrochan recursos que deberían servir al bien común.
Una vieja izquierda no se engaña
Yo hablo desde la vieja izquierda, la que conoció el costo de luchar por la justicia social y sufrió en carne propia la represión de las dictaduras militares. Esa izquierda nunca confundió el poder con el privilegio. Por eso sostengo que la amenaza actual no es “la izquierda” como idea, sino esos gobiernos deshonestos y mentirosos que usurpan el nombre para enriquecerse, perpetuarse y ahora incluso manipular la justicia, los medios y la cultura para mantenerse en el poder.
La salida posible
La solución no radica en descartar una opción ideológica, sino en fortalecer las instituciones democráticas, exigir rendición de cuentas, promover la participación ciudadana y enfrentar de verdad las causas profundas de la insatisfacción social. Sin instituciones sólidas, sin justicia independiente y sin una prensa libre, todo discurso de izquierda —o de derecha— se convierte en fachada.