Por Rodolfo Varela
Chile se hunde en la pobreza, en la droga y en la violencia mientras los poderes políticos, judiciales y religiosos eligen mirar hacia otro lado. La triste realidad es que enfrentar esta crisis implica costos que los políticos de turno no están dispuestos a asumir.
Resulta más cómodo ignorar la tragedia, hacer discursos vacíos y prometer cárceles, en lugar de atacar las causas reales del problema.
La violencia y la adicción no surgen de la nada: son el resultado directo de la desigualdad social, de la ausencia de programas serios de rehabilitación y de un Estado que ha abandonado a los más vulnerables. Esta desconexión entre sectores sociales destruye la empatía, borra la esperanza y condena a generaciones enteras a un futuro sin salida.
Con sueldos miserables, sin educación de calidad ni oportunidades reales, miles de chilenos terminan empujados hacia caminos violentos, ilegales y controlados por el narcotráfico. No es solo en la periferia de Santiago: es en todo Chile donde las familias viven en condiciones indignas, en rucas improvisadas o casas de cartón, rodeadas de violencia y sin la más mínima ayuda estatal. Allí, el único “Estado” presente es el del miedo impuesto por los traficantes.
Lo más doloroso es que no existe una política nacional seria para recuperar a quienes cayeron en la droga. Las víctimas y sus familias son invisibles para los gobiernos de turno, que solo ofrecen como solución más cárceles y más represión. Con las elecciones presidenciales a la vuelta de la esquina, los candidatos prefieren hablar de mano dura y construir prisiones, pero ninguno toca el tema de la rehabilitación y reinserción de estas personas.
El ex candidato comunista Daniel Jadue llegó a proponer la legalización de drogas duras como la cocaína o la pasta base, una medida irresponsable y peligrosa disfrazada de “lucha contra el narcotráfico”. Por el otro lado, José Antonio Kast promete un “Plan Implacable” para devolver la seguridad, basado únicamente en encarcelar. Dos extremos que, en esencia, comparten la misma omisión: nadie habla de recuperar vidas, de ofrecer esperanza, de reparar la deuda social que el país arrastra con sus ciudadanos.
Y no olvidemos que esta no es la única deuda que Chile tiene. Persiste una aún más dolorosa: la deuda con las víctimas de la dictadura. Miles de chilenos fueron asesinados, torturados, encarcelados y exiliados, y hasta hoy sus familias siguen esperando justicia y reparación. La indiferencia política frente a estas heridas demuestra que la impunidad se ha instalado como norma. Un pueblo que no enfrenta su pasado jamás podrá construir un futuro digno. Como bien se dice: “un pueblo sin memoria es un pueblo sin futuro”.

Chile necesita con urgencia reducir la brecha entre ricos y pobres, elevar los salarios, entregar educación real y digna, y generar oportunidades laborales que recompensen el esfuerzo humano. Esa es la verdadera solución, pero es la única que los políticos nunca aplican, porque en ella son ellos los que pierden privilegios.
La droga, la delincuencia y la violencia son síntomas de una sociedad profundamente injusta. Seguir ignorándolos solo profundiza la herida. Un país que abandona a su pueblo está condenado a vivir entre el miedo, la frustración y la desesperanza.
Hoy Chile tiene una deuda inmensa con su gente, y lo verdaderamente lamentable es que los poderosos —en el Congreso, en los tribunales, en los púlpitos y en La Moneda— siguen fingiendo que esa deuda no existe.