Por Rodolfo Varela
Este 11 de septiembre se cumplen 52 años del golpe cívico-militar que instauró la dictadura de Augusto Pinochet. Más de medio siglo después, la memoria histórica vuelve a estar bajo ataque: sectores políticos, amparados en redes sociales, intentan reivindicar ese régimen como un supuesto periodo de orden y progreso.

La verdad es otra. Los archivos judiciales, los testimonios de sobrevivientes y las investigaciones periodísticas han demostrado que la DINA y la CNI no fueron organismos creados para enfrentar a grupos armados, sino maquinarias sistemáticas de persecución, secuestro, tortura y asesinato de opositores, incluyendo mujeres embarazadas, niños, adolescentes y ciudadanos sin militancia política.
Cinco décadas después, la deuda con las víctimas sigue intacta. Y no es solo culpa de la dictadura, sino también de la omisión de los gobiernos posteriores, de los poderes judiciales, de los políticos de turno —diputados, senadores, presidentes— que jamás estuvieron a la altura del mandato histórico. Incluso aquellos religiosos que en su momento ayudaron y avalaron a la dictadura, hoy guardan un silencio cómplice frente al dolor de las víctimas.
Se habla de “reparación”, pero en la práctica es una burla. Las miserables pensiones entregadas a los sobrevivientes de la represión en muchos casos no llegan ni al 50% de un salario mínimo, y aun así se les descuenta Fonasa. Para colmo, el robo permanente de las AFP sigue afectando a todos los chilenos, y la clase política completa prefiere callar, mirar para otro lado y no hacer nada para cambiar esta realidad.
Lo más indignante es que, tras la dictadura, los gobiernos democráticos —tanto de derecha como de izquierda— no estuvieron a la altura de las víctimas. Se multiplicaron los discursos y promesas de reparación, pero en los hechos, los exonerados, expresos políticos, torturados, familiares de desaparecidos y hasta los niños arrancados de sus hogares para ser violentados y vendidos al extranjero quedaron abandonados.
A esta omisión se suma el poder judicial, que durante años demoró los procesos y dejó morir a muchos responsables sin ser interrogados; los diputados y senadores, que se llenaron de discursos pero no de leyes efectivas para reparar a los afectados; y también sectores de las iglesias, que en dictadura colaboraron con el régimen y que, en democracia, eligieron el silencio frente al dolor de las víctimas. Esta complicidad por acción u omisión es otra forma de violencia: la indiferencia.
Crímenes sin perdón
Los casos documentados estremecen por su crueldad. Agentes del Estado balearon a personas ya inmovilizadas, quemaron con aceite hirviendo a mujeres embarazadas, utilizaron electricidad en genitales, entrenaron perros para violar prisioneros y experimentaron con armas químicas como el gas sarín y la toxina botulínica. También perpetraron atentados terroristas en Washington, Roma y Buenos Aires.
Algunos de los principales responsables fueron:
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Miguel Krassnoff, torturador de la DINA, culpable de asesinatos como el de Mónica Pacheco, embarazada de tres meses, quemada con agua y aceite hirviendo. Condenado a más de mil años, hoy cumple condena en Punta Peuco, donde ha recibido homenajes públicos.
Miguel Krassnoff en enero de 2018 (Créditos: Alejandro Zoñez / Agencia Uno)
Marcelo Moren Brito, jefe de Villa Grimaldi, centro de exterminio donde la electricidad y la “parrilla” fueron métodos habituales. Murió en 2015, condenado por crímenes de lesa humanidad.



Michael Townley, agente estadounidense de la DINA, involucrado en asesinatos en Chile, Argentina y Estados Unidos. A cambio de colaborar con el FBI, vive bajo protección en EE.UU.
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Ema Ceballos, “La Flaca Cecilia”, primera mujer condenada por violaciones de DD.HH., partícipe en secuestros y homicidios bajo la DINA y CNI.
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Bernardo Daza, agente de la Brigada Lautaro, responsable del asesinato de dirigentes comunistas, entre ellos Víctor Díaz.
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César “Fifo” Palma, ex Patria y Libertad, implicado en crímenes antes y después del golpe, incluido el asesinato del edecán Arturo Araya.
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Roberto Fuentes Morrison, “El Wally”, jefe operativo del Comando Conjunto, responsable de 39 asesinatos y torturas masivas. Fue ejecutado por el FPMR en 1989.
Memoria contra la impunidad
El detalle de estos casos —registrados en los tribunales, en la plataforma Papeles de la Dictadura y en múltiples investigaciones— desmonta la narrativa de quienes aún pretenden justificar la dictadura. No hubo excesos aislados: hubo un plan sistemático de exterminio y represión.
El desafío pendiente es enorme. Chile no puede seguir relativizando su historia ni permitir que sectores políticos manipulen la memoria para fines electorales. Los crímenes están documentados y las víctimas siguen esperando verdad, justicia y reparación real.
Hoy, más que nunca, corresponde recordar que la democracia no se construye sobre el olvido, sino sobre la memoria activa y la condena categórica a la barbarie. También sobre la exigencia de que gobiernos, jueces, políticos y religiosos dejen de mirar hacia otro lado y enfrenten de una vez la deuda histórica con las víctimas.
Hasta que eso no ocurra, cada 11 de septiembre será una herida abierta, un recordatorio de que Chile no ha saldado su deuda con la historia ni con su gente.
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