En plena época electoral, comienzan a aparecer resoluciones judiciales que condenan al Estado chileno a pagar indemnizaciones a víctimas de la dictadura.
Fallos que los medios presentan como “grandes victorias” de la justicia, pero que, en la práctica, dejan al descubierto una verdad amarga: Chile sigue en deuda con miles de compatriotas que sufrieron torturas, secuestros, exilios, desapariciones y destrucción familiar, y que aún esperan una reparación real.
El problema es más profundo. ¿Qué pasa con quienes fueron detenidos y torturados sin que existiera registro alguno? Yo mismo, como tantos otros, fui apresado, golpeado y liberado de madrugada en plena dictadura, sin salvo conducto ni documento que acreditara lo vivido. Sin papeles, sin prueba oficial. ¿Significa eso que nuestra verdad no existe para el Estado? ¿Que el dolor solo cuenta si aparece escrito en un archivo?
Y qué decir de las familias que nunca se recuperaron: los hijos robados y vendidos a extranjeros, las viudas y huérfanos, los desaparecidos que jamás volvieron. Aún hoy, la mayoría de las víctimas reconocidas sobreviven con pensiones miserables, que no alcanzan siquiera para cubrir los gastos de salud derivados de las secuelas de la tortura.
Peor aún, miles de familias todavía buscan a sus hijos e hijas secuestrados, abusados y entregados a familias extranjeras durante la dictadura, muchas veces con la complicidad de políticos, jueces y religiosos. Esas familias siguen esperando justicia, intentando reconstruir lazos rotos hace décadas.
Más grave aún es el silencio de las propias asociaciones de exonerados políticos, ex presos políticos y tantas más, que lejos de luchar con fuerza por sus bases, han permitido que miles de compañeros sigan en el abandono. Estas organizaciones, que deberían ser la voz de los olvidados, muchas veces se han burocratizado o acomodado, dejando de lado a quienes continúan pagando el precio de la dictadura en soledad.
La justicia que hoy aparece en titulares no es justicia plena: es un recordatorio cruel de la deuda olvidada por las autoridades chilenas. Es humillante que las víctimas tengan que demandar al Estado para obtener algún tipo de reconocimiento. Y es aún más ofensivo que estas sentencias se difundan como triunfos en medio de campañas políticas, como si fueran parte de la propaganda electoral.
Chile ha sido engañado una y otra vez. Los gobiernos, de derecha y de izquierda, han prometido verdad, justicia y reparación, pero lo que tenemos son migajas tardías. Resolver un caso aislado no cambia la realidad de miles que siguen esperando.
No podemos olvidar a las familias de los niños y niñas que fueron secuestrados, abusados y vendidos a familias extranjeras con la complicidad de políticos, jueces y religiosos. Ellos siguen buscando a sus hijos e hijas, muchos de los cuales, ya adultos, intentan hoy reencontrarse con sus padres biológicos. Esa herida permanece abierta, y mientras no exista justicia y verdad plena, Chile seguirá cargando con una deuda moral imposible de borrar.
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