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2025/11/12

Cuando descubrimos que fuimos engañados por una izquierda que no representa nuestras ideas

Por Rodolfo Varela

Hubo un tiempo en que el pueblo tenía voz.
Una voz ronca, cansada, pero llena de fe. Era la voz de los que nunca tuvieron nada, de los que aprendieron a vivir con poco y a soñar con mucho.






No venía de los palacios ni de las universidades, sino de los mercados, de las fábricas, de los barrios donde la vida se gana día a día entre la miseria y la esperanza. Era una voz que temblaba, sí, pero que también sabía cantar. Se alzaba con rabia y ternura, con hambre y con dignidad, con la certeza de que otro mundo era posible.

Durante décadas, esa voz fue el pulso de América Latina. Llenaba plazas, estadios y avenidas; se mezclaba con el olor del sudor y del maíz, con las manos levantadas y los ojos húmedos de quienes creían que la historia, por fin, les pertenecía.
Decía palabras grandes —dignidad, justicia, revolución, salud, educación palabras que encendían cuerpos y almas. Los pobres hablaban del futuro como quien habla de un hijo que aún no ha nacido, pero ya ama.



Salvador Allende. La verdadera Izquierda Chilena



“Nosotros no somos traidores”, decían. “Fueron ellos los que se olvidaron de nosotros.”


La izquierda no fue solo una ideología: fue una promesa.


Una especie de religión laica que ofrecía sentido en medio del caos. Era el sueño de los desposeídos, la épica de los oprimidos que marchaban creyendo que, al final del camino, los esperaba una sociedad más justa, más solidaria, más humana.
Durante décadas, esa promesa alimentó generaciones que sacrificaron su juventud en nombre de una utopía que parecía posible.


Pero con el tiempo, la promesa se transformó en estructura, la estructura en sistema, y el sistema en corrupción.
Y el sistema —como todos los sistemas— comenzó a devorarse a sí mismo: a burocratizar la esperanza, administrar la rebeldía y convertir los ideales en cargos, los sueños en consignas, la lucha en rutina y las palabras en mentiras.


Hoy, la izquierda que alguna vez fue voz del pueblo se parece demasiado a aquello que juró combatir.
Se hizo cómplice del poder, del silencio y de la indiferencia.
Se enriqueció a costa del sufrimiento del pueblo.
Sembró pobreza, falta de salud, falta de educación y una deuda histórica con las víctimas de la dictadura que jamás tuvo intención real de pagar.


Y los ejemplos más dolorosos están frente a nosotros:


Extrema Pobreza Atinge 89% da População de Cuba


Cuba y Venezuela, dos naciones que alguna vez simbolizaron la esperanza de los pueblos latinoamericanos, hoy viven en una miseria dictatorial y humillante, sin libertad ni democracia, donde la voz del pueblo fue reemplazada por el miedo y la censura.
Mientras los hermanos y familiares Castro viven rodeados de lujos, y el dictador Maduro acumula una fortuna incalculable, millones de cubanos y venezolanos huyen del hambre y la represión buscando una vida digna.


Y para colmo, algunos artistas corruptos se prestan para este engaño, vendiendo una falsa imagen de revolución a los mismos pueblos que sufren bajo la opresión.

Y sin embargo, debajo de las ruinas del discurso, aún late algo.
Un resto de esperanza que se niega a morir. Porque incluso nuestros hijos conservan la intuición de que otro mundo fue posible —y tal vez aún pueda serlo— si alguien se atreve a volver a escuchar la voz del pueblo.


Pobreza na Venezuela já atinge 96% da população, diz novo estudo


Pero las palabras, cuando se repiten demasiado, se desgastan.


Lo que fue fuego se volvió retórica.
Lo que fue esperanza, administración.
Lo que fue rebeldía, rutina.

Y el pueblo, que había aprendido a creer, empezó a dudar. La fe se resquebrajó, no de golpe, sino lentamente, hasta que cayó el primer ladrillo del muro de la ilusión.

Quizás el desencanto sea un acto de madurez colectiva.
Es el momento en que las sociedades dejan de delegar su destino y empiezan a escribirlo de nuevo, sin tutores, sin mesías, sin caudillos.
Tal vez lo que América Latina necesita no es otra revolución, sino una reconciliación con la verdad y con la dignidad de sus propios pueblos.


Esta rebelión no tiene líderes.


Su fuerza no nace del mando, sino del hartazgo.
No tiene programa, porque su causa no es doctrinaria, sino vital: recuperar la dignidad de ser escuchados sin intermediarios.
Y en ese silencio que crece entre los barrios, los campos y las redes sociales, emerge una nueva conciencia colectiva, menos ideológica, más humana.


Una conciencia que dice, con voz serena pero firme:


“Ya no creemos en ustedes ni en esta nueva izquierda. Queremos creer en nosotros mismos.”

Tal vez el desencanto no sea el final, sino el verdadero comienzo.
Porque solo quien se decepciona de lo que amó con fervor puede volver a mirar el mundo con ojos limpios.


El desencanto no destruye la fe: la depura.
Quita el barniz de los dogmas, el brillo de los discursos, el ruido de los himnos.
Deja al ser humano frente a su propia desnudez política y moral, frente a la necesidad de volver a creer —pero esta vez sin mitos, sin pastores y sin caudillos que hablan de pobreza mientras se hacen millonarios prometiendo redención a cambio de obediencia.

✍️ Rodolfo Varela
sobreviviente de la dictadura y hombre de la verdadera izquierda.

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