Por Rodolfo Varela
En Chile, hablar de periodismo es hablar de memoria, poder y ciudadanía. Y también de una profunda crisis que no es solo técnica o económica, sino ética y estructural.

El periodismo está atravesando uno de sus momentos más oscuros. La transformación digital, la precarización laboral, la pérdida de influencia frente a las redes sociales y la concentración de la propiedad mediática en manos de grandes grupos económicos —muchos de ellos extranjeros— han socavado gravemente su credibilidad. Pero sería un error atribuir esta crisis únicamente a factores tecnológicos o de mercado. En el caso chileno, existe una causa más profunda, más incómoda y menos debatida: la complicidad histórica de los medios tradicionales con la dictadura cívico-militar de Pinochet, y su alianza con los grandes poderes económicos y políticos del país.
Durante los años más oscuros del autoritarismo, muchos medios guardaron silencio, distorsionaron la realidad o directamente legitimaron el horror. Hoy, algunos de esos mismos medios intentan hablar de democracia, derechos humanos y justicia, sin haber hecho una autocrítica honesta sobre su rol en el pasado. La herencia de ese silencio se paga caro: con desconfianza ciudadana, desprestigio profesional y una profunda crisis de legitimidad que incluso afecta a los medios que sí practican un periodismo ético y comprometido.
Un mapa fragmentado de la confianza
La confianza del público chileno en los medios de comunicación hoy está llena de contradicciones. La radio sigue siendo el medio más confiable: cerca del 70% de los chilenos afirma confiar en ella, según datos de Cadem. No es casualidad. La radio ha sido históricamente refugio de voces ciudadanas, espacio para la información local y, muchas veces, un canal de resistencia y dignidad.
Una prueba clara de ello fue el compromiso de destacados periodistas que marcaron una época. Desde los micrófonos de Radio Corporación CB-114, figuras como Sergio Campos, Miguel Ángel San Martín y Luis Hernán Schwaner informaron con valentía, profesionalismo y un profundo sentido de responsabilidad social. Ellos estuvieron del lado de la verdad y del pueblo, en un momento en que hacerlo era verdaderamente peligroso. Su ejemplo sigue siendo una inspiración para las nuevas generaciones.
La televisión, en cambio, pierde terreno. Aunque aún conserva cierta influencia —especialmente la televisión pagada—, su credibilidad se erosiona por contenidos vacíos, entretenimiento disfrazado de noticias y una lógica de espectáculo que ha reemplazado al periodismo serio. Los matinales son el mejor ejemplo de esta banalización: programas que entretienen, pero no informan, y que muchas veces insultan la inteligencia del público.
La prensa escrita, antaño símbolo del pensamiento crítico, hoy sufre la pérdida de lectores y de credibilidad. Diarios como El Mercurio y La Tercera, históricamente alineados con los poderes de turno, han visto aumentar el escepticismo hacia sus líneas editoriales. Mientras tanto, los medios digitales crecen, pero con una confianza fragmentada: muchos ciudadanos los consumen, pero cuestionan su fiabilidad en un entorno dominado por las fake news y la desinformación sin control.
Concentración de la propiedad, poder y silencios cómplices
Uno de los aspectos más preocupantes del ecosistema mediático chileno es la alta concentración de la propiedad. Un puñado de conglomerados —muchos con capital extranjero— controla gran parte de la prensa, la televisión y la radio. Esta concentración no solo atenta contra el pluralismo informativo, sino que limita el derecho ciudadano a una información veraz e independiente.
No se trata de afirmar que todos los medios están al servicio de intereses económicos, pero sí de reconocer que la libertad de prensa no puede entenderse únicamente como un derecho empresarial. Es, sobre todo, un derecho ciudadano a recibir información de calidad, diversa y ética.
La urgente necesidad de un nuevo pacto comunicacional
Chile necesita con urgencia un nuevo pacto comunicacional. Uno que garantice el pluralismo informativo, promueva medios comunitarios y regionales, y fortalezca la independencia periodística frente a los intereses económicos y políticos. Necesitamos una ley de medios que impida la concentración, asegure un acceso equitativo a los fondos de publicidad estatal y proteja a los periodistas de la precarización laboral.
Pero, sobre todo, necesitamos memoria. Porque no se puede construir un periodismo digno sin enfrentar las responsabilidades del pasado. Mientras muchos medios se nieguen a reconocer el papel que jugaron durante la dictadura —como cómplices activos o encubridores silenciosos—, seguiremos arrastrando una deuda ética con el pueblo.
El periodismo chileno debe reinventarse. No desde la tecnología, sino desde la verdad, la justicia y el compromiso con su historia.