Por Rodolfo Varela
Mientras la Fiscalía Nacional reconoce “antecedentes serios” que vinculan al régimen de dictadura de Nicolás Maduro con el asesinato del exmilitar y disidente venezolano Ronald Ojeda, sectores de la derecha chilena han encontrado en este crimen una herramienta para reforzar sus discursos de mano dura, endurecer políticas migratorias y poner en jaque al gobierno de Gabriel Boric.
La tragedia de Ojeda se ha transformado no solo en un caso policial de alto impacto internacional, sino también en un campo de disputa ideológica.
Un crimen con implicancias internacionales
Ronald Ojeda fue secuestrado en la madrugada del 21 de febrero de 2024 por un grupo de sujetos que simularon ser agentes policiales. Días después, su cuerpo apareció sepultado bajo cemento en una toma de Maipú, dentro de una maleta. El crimen, inicialmente atribuido a bandas del crimen organizado como el Tren de Aragua, ha tomado un nuevo rumbo desde que el fiscal nacional, Ángel Valencia, reconociera públicamente que hay pruebas que apuntan a la participación de agentes del Estado venezolano, posiblemente por motivos políticos.
El Ministerio Público chileno ha mencionado incluso el nombre de Diosdado Cabello como posible responsable de haber dado la orden de asesinar a Ojeda, quien vivía en Chile como refugiado político tras escapar de la dictadura chavista.
Migración y seguridad: el nuevo campo de batalla
En este complejo escenario, la derecha chilena ha utilizado el caso Ojeda para impulsar un endurecimiento radical de las políticas migratorias y de seguridad. Actores como el Partido Republicano, liderado por José Antonio Kast, y otros sectores conservadores no tardaron en convertir el crimen en prueba irrefutable de que el país necesita “recuperar el control de sus fronteras” y aplicar una “mano dura sin complejos”.
A través de entrevistas, discursos parlamentarios y redes sociales, se ha instalado la idea de que el asesinato de Ojeda es consecuencia directa de una política migratoria “permisiva” y de una supuesta debilidad del gobierno de Boric frente a regímenes autoritarios como el venezolano.
Este relato, impulsado con fuerza mediática, omite deliberadamente los principios del derecho internacional que amparan el refugio político y simplifica la situación migratoria en Chile, criminalizando a miles de venezolanos y migrantes que no tienen ningún vínculo con organizaciones delictuales.
La narrativa del miedo como herramienta de campaña
Desde el asesinato de Ronald Ojeda, una parte significativa del discurso público ha sido colonizada por una lógica binaria: seguridad versus derechos humanos, orden versus permisividad, “ellos” contra “nosotros”. No es casual. La derecha chilena, especialmente sus sectores más radicales, ha encontrado en este crimen una oportunidad para consolidar una narrativa que viene construyendo desde hace años: la del miedo como motor político.
El caso de Ojeda no se analiza en su complejidad ni se discute con responsabilidad. Se simplifica, se reduce a frases hechas y se explota emocionalmente para instalar un clima de urgencia, de amenaza inminente. Se habla de terrorismo extranjero, de “invasión migrante”, de un Estado que “ya no controla nada”, sin entregar pruebas suficientes ni espacio para matices. Esta narrativa no busca comprender, sino convencer. No pretende esclarecer los hechos, sino capitalizar el horror.
En este relato, el gobierno actual no es solo incompetente: es cómplice. El refugio político otorgado a Ojeda —un derecho internacionalmente reconocido— se transforma, en boca de sus críticos, en una prueba de ingenuidad o, peor aún, de connivencia con dictaduras. Poco importa que el propio Estado chileno haya protegido a miles de perseguidos durante la dictadura militar. Lo que importa ahora es el rédito electoral, el golpe mediático, la frase viral.
La derecha no propone soluciones reales al crimen organizado transnacional. Lo que propone es más control, más muros, más expulsiones. Pero, al hacerlo, instala un peligroso precedente: que cualquier migrante puede ser potencialmente criminal. Que el extranjero pobre, el refugiado político, el solicitante de asilo, es un riesgo. No una persona, no una historia: un “problema de seguridad”.
Así, el caso Ojeda deja de ser un crimen que exige justicia internacional, y pasa a ser un arma electoral. Y el miedo —siempre efectivo, siempre contagioso— se vuelve un instrumento de campaña. Pero gobernar desde el miedo es gobernar contra la democracia.
La narrativa del miedo como herramienta de campaña
Por Rodolfo Varela
Desde el asesinato del exteniente venezolano Ronald Ojeda en Chile, hemos sido testigos de cómo un crimen brutal puede convertirse, rápidamente, en capital político. Más allá de las legítimas preocupaciones por la seguridad y el crimen organizado, lo que ha venido ocurriendo en el debate público no es solo un intento de exigir justicia. Es, ante todo, la instalación de una narrativa donde el miedo es la principal herramienta de campaña.
Sectores de la derecha, encabezados por figuras como José Antonio Kast y el Partido Republicano, han utilizado el caso Ojeda para apuntalar un discurso que lleva años en construcción: el del extranjero como amenaza, el migrante como chivo expiatorio y el gobierno progresista como cómplice de todo lo que “pone en riesgo” a Chile.
Este relato simplifica. Omite hechos. El refugio político que recibió Ojeda, como otros cientos de perseguidos venezolanos, no fue un gesto irresponsable: fue un acto de coherencia con los principios democráticos. Pero en la lógica del miedo, cualquier apertura es debilidad. Cualquier derecho es sospechoso. Y cualquier migrante puede ser un criminal encubierto.
En lugar de exigir una investigación seria, con cooperación internacional y sin interferencias, se impone el apuro, la consigna, el castigo colectivo. La idea de que “Chile se salió de control” funciona bien en redes sociales. Sirve para justificar medidas extremas, para reclamar militarización, para pedir expulsiones masivas. No importa que muchas de estas propuestas sean ineficaces o incluso ilegales. Lo que importa es agitar el miedo.
Lo más preocupante es que esta estrategia da resultados. El miedo es contagioso, y en tiempos de incertidumbre, se vuelve una herramienta poderosa. Pero gobernar desde el miedo es gobernar contra la democracia. Cuando el miedo dicta la política, los derechos se vuelven negociables. Y eso debería preocuparnos a todos.
Como ciudadano, me alarma que la tragedia de Ojeda esté siendo usada para fines electorales. Como comunicador, me indigna que se manipule el dolor para reforzar prejuicios. Y como persona comprometida con la democracia, me preocupa que se normalice una política basada en la exclusión, el castigo y la sospecha permanente.
El crimen de Ronald Ojeda exige justicia. Pero la justicia no se construye desde la venganza ni desde el oportunismo político. Se construye con verdad, con responsabilidad y con respeto a los principios que nos distinguen de aquellos que asesinan y persiguen. Si perdemos eso, entonces el miedo ya ganó.