Por: Rodolfo Varela
La noticia del violento allanamiento contra la Machi Millaray Huichalaf, reconocida autoridad espiritual y defensora de los derechos humanos, no es un hecho aislado. Es la continuación de una larga y vergonzosa historia de represión, abuso de autoridad y criminalización contra el pueblo mapuche y quienes defienden su territorio.

El operativo del 12 de agosto de 2025, con despliegue desproporcionado de fuerzas policiales armadas, intimidación a menores de edad y confiscación arbitraria de pertenencias, recuerda los peores capítulos de la represión estatal en Chile. Y lo más grave: ocurre en plena “democracia”, bajo un gobierno que se autoproclama respetuoso de los derechos humanos.
Pero no nos engañemos: la violencia institucional contra los pueblos originarios no comenzó ayer. Durante la dictadura militar, las comunidades mapuche sufrieron persecuciones, desalojos forzados y asesinatos bajo la excusa de la “seguridad nacional”. Y en los gobiernos posteriores, tanto de izquierda como de derecha, esa represión se mantuvo intacta, disfrazada bajo otro eslogan igual de hipócrita: “lo hacemos por la democracia y la libertad”. Democracias entre comillas, porque en realidad han sido gobiernos al servicio de sus propios intereses personales, no del pueblo que dicen representar.
A lo largo de décadas, hemos visto cómo el Estado chileno, sin importar el color político de turno, se ha convertido en un aparato que protege intereses económicos, entrega territorios a empresas forestales, mineras e hidroeléctricas, y persigue a quienes se oponen. La criminalización del pueblo mapuche es un patrón sistemático que atraviesa todos los gobiernos, porque ninguno ha tenido la voluntad real de reconocer su autonomía, respetar sus derechos consagrados en el Convenio 169 de la OIT y garantizar su integridad.

Mientras los discursos oficiales hablan de diálogo y multiculturalidad, en el territorio los hechos son otros: allanamientos violentos, sobrevuelo de drones, detenciones arbitrarias, montaje de pruebas, militarización y miedo. Todo esto no solo es una ofensa al pueblo mapuche, sino una afrenta a la democracia misma.
No hay democracia verdadera cuando se reprime a quienes defienden ríos, bosques y territorios sagrados. No hay libertad cuando se amedrenta a menores de edad en sus propias camas. No hay Estado de derecho cuando la ley se usa como arma de castigo contra quienes luchan por causas legítimas.

La pregunta es simple y urgente: ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo permitiremos que los gobiernos —de izquierda o de derecha— sigan usando la “seguridad” y la “democracia” como excusa para cometer abusos? ¿Hasta cuándo se seguirá castigando a quienes defienden la tierra y la vida?
Si de verdad queremos un país justo, debemos exigir el fin de la militarización en territorio mapuche, la investigación independiente de todos los actos de violencia policial y el respeto irrestricto a los derechos humanos. Porque un Estado que violenta a sus pueblos originarios no es un Estado democrático: es un Estado que vive de la mentira.