By: Rodolfo Varela
En América Latina, y muy especialmente en Chile, la historia se repite con una puntualidad insultante. Gobiernos de derecha y de izquierda se suceden en el poder, prometiendo cambios, justicia, prosperidad y respeto por la democracia, pero el resultado para el pueblo es siempre el mismo: promesas incumplidas, corrupción rampante, nepotismo y un desprecio absoluto por la voluntad popular.
Cuando habla la derecha
La derecha suele presentar la libertad como la ausencia de restricciones del Estado sobre la actividad económica y la vida personal. Promete menos impuestos, menos regulaciones y un Estado más pequeño. En el papel, suena atractivo, pero en la práctica se traduce en beneficios para los grandes grupos económicos, aumento de las desigualdades y un mercado libre solo para quienes ya tienen poder.
Cuando habla de democracia, la derecha defiende la representativa, pero con énfasis en proteger los derechos individuales y la propiedad privada… siempre que esos derechos no choquen con sus intereses económicos.
Y cuando defiende el estado de derecho, lo hace desde una visión punitiva, priorizando el orden y la “seguridad nacional”, pero rara vez para proteger al ciudadano común.
Cuando habla la izquierda
La izquierda define la libertad como la posibilidad de que todos puedan desarrollarse plenamente y participar en la sociedad, incluyendo acceso a educación, salud y servicios sociales. En los discursos, prometen reformas profundas, pero en los hechos, casi nunca llegan, justificándose con el argumento de que “el Congreso no aprueba sus proyectos”.
Su concepto de democracia es más participativo, con énfasis en la justicia social… siempre que las críticas no se dirijan a su propio gobierno.
En cuanto al estado de derecho, la izquierda afirma proteger derechos humanos y promover la igualdad, con un Estado activo en la economía y la protección de grupos vulnerables. Pero, en la práctica, este compromiso muchas veces sirve más como estrategia para conseguir votos que como política real.
La nueva cara del autoritarismo: las dictaduras judiciales
En algunos países de América del Sur, lo que se presenta como “gobierno democrático” es en realidad una dictadura judicial. Cortes supremas con poder absoluto, amparadas por el Ejecutivo y respaldadas por Congresos electos por el pueblo, pero sumisos por conveniencia. Muchos legisladores arrastran procesos judiciales que dependen del fallo de esas cortes, lo que se convierte en la herramienta perfecta de chantaje político. Así, la justicia deja de ser independiente y se convierte en un arma para controlar y silenciar a quienes deberían fiscalizar al poder.
La trampa de los derechos humanos politizados
En América Latina, los derechos humanos se han convertido muchas veces en un botín político. Tanto gobiernos de izquierda como de derecha han usado y manipulado el discurso para proteger a los suyos y atacar a los contrarios. Organismos que deberían ser imparciales han defendido con vehemencia a criminales, corruptos, dictadores y torturadores, mientras han guardado silencio o mirado hacia otro lado cuando las víctimas han sido ciudadanos comunes, trabajadores honestos o quienes piensan distinto. El derecho a la vida, la libertad y la justicia no puede ser selectivo ni negociable: o es para todos, o no existe.
La realidad detrás del discurso
Un gobierno de derecha podría insistir en que la libertad económica es la clave para la prosperidad, impulsando privatizaciones y desregulaciones. Un gobierno de izquierda, en cambio, podría afirmar que la igualdad es la base de la libertad, promoviendo redistribución de riqueza. Sin embargo, en ambos casos, lo que el pueblo recibe son palabras vacías. La corrupción, el amiguismo, los privilegios y el gasto excesivo de fondos públicos son transversales, sin importar el color político.

Al final, la lucha no es por la libertad ni por la igualdad: es por el poder y por el enriquecimiento personal. Y el pueblo, engañado una y otra vez, paga la cuenta.
La excepción y la regla
Basta mirar el panorama político de América Latina y Centroamérica para comprenderlo: salvo raras excepciones —como el caso de El Salvador, que ha mostrado seriedad y competencia—, la región está plagada de gobiernos que usan la democracia como disfraz y la libertad como slogan, mientras se perpetúan en el poder y saquean los recursos nacionales.
La gran estafa política continúa. Y seguirá así mientras la ciudadanía no deje de creer que, por cambiar el color de la bandera partidaria, cambiará el destino del país.