Por Rodolfo Varela
El pasado lunes 7 de julio, el gobierno del presidente Gabriel Boric oficializó un anuncio tan histórico como necesario: la expropiación de 117 hectáreas del terreno donde funcionó por décadas la tristemente célebre Colonia Dignidad, con el objetivo de construir un sitio de memoria por los crímenes cometidos allí durante la dictadura de Pinochet.
El acto, encabezado por los ministros Jaime Gajardo (Justicia) y Carlos Montes (Vivienda), marca un paso decisivo en la deuda histórica que el Estado chileno mantiene con las víctimas de este enclave de horror.
Pero esta decisión, que debería unirnos como país en torno al nunca más, ha generado resistencias. ¿Por qué? Porque la Villa Baviera —nombre que hoy adopta el lugar— sigue habitada por descendientes y colonos vinculados, directa o indirectamente, con un pasado de esclavitud, represión y tortura. Y porque, lamentablemente, en Chile aún hay sectores que prefieren el olvido, la impunidad y la indiferencia.
Colonia Dignidad: una herida que no cierra
Fundada en 1961 por el exenfermero nazi Paul Schäfer, la Colonia Dignidad fue durante décadas una secta hermética donde reinaban el abuso sexual, el trabajo forzado y el adoctrinamiento. Con la llegada del golpe de Estado de 1973, el lugar se convirtió en centro clandestino de detención y tortura de opositores al régimen militar. Según cifras oficiales, al menos 26 personas desaparecieron en sus terrenos y muchas más fueron brutalmente torturadas allí, en complicidad con la DINA y el alto mando militar.
Pese a su historia criminal, la Colonia sobrevivió. Cambió de nombre, se maquilló como centro turístico y gastronómico alemán, e incluso recibió visitas de autoridades y turistas curiosos. En pocas palabras: la Villa Baviera logró reinsertarse en el tejido social del sur de Chile, mientras muchas de sus víctimas aún buscaban justicia, verdad y reparación.
El valor simbólico de la expropiación
Lo que hoy hace el Estado de Chile no es sólo adquirir tierras. Es recuperar un espacio de memoria para que no vuelva a ser un enclave de silencio, ni un rincón de olvido. Es una señal concreta de que no puede haber turismo ni normalidad donde hubo horror y muerte. La expropiación no borra el pasado, pero puede ser un gesto de justicia simbólica hacia el futuro.
No obstante, el hecho de que algunos colonos resistan la medida —incluso cuestionando que el Estado les compre sus casas— pone en evidencia la fragilidad de nuestra conciencia histórica. ¿Cómo es posible que, en pleno 2025, aún haya quienes se opongan a resignificar un espacio donde se cometieron crímenes de lesa humanidad?
No hay democracia sólida sin memoria activa
Lo más grave sería que esta expropiación quede como un acto aislado, como una política de gobierno y no de Estado. Chile necesita construir una memoria institucional duradera, que no dependa del signo político del presidente de turno. Necesitamos más sitios de memoria, más educación sobre derechos humanos, más compromiso con la verdad, la justicia y la reparación integral.
El proceso no será sencillo. Implicará peritajes, avalúos, negociaciones, tensiones legales y sociales. Pero es indispensable. No sólo por respeto a las víctimas de la dictadura, sino porque un país que no enfrenta su historia está condenado a repetirla.
Que esta expropiación no sea sólo una noticia de julio. Que sea un punto de inflexión. Un acto de justicia. Un llamado a despertar la memoria dormida de un país que aún no ha terminado de mirar su propio espejo.
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