Por Rodolfo Varela
El 14 de diciembre de 2025, Chile vivió un giro político profundo. José Antonio Kast, candidato del Partido Republicano, obtuvo el 58% de los votos en segunda vuelta y asumirá la presidencia en marzo de 2026, poniendo fin a cuatro años de un gobierno que llegó prometiendo transformaciones históricas y terminó administrando el statu quo.
Este resultado no surge de la nada, ni puede explicarse como un simple “giro conservador” del electorado. Es, ante todo, la consecuencia directa de una izquierda desconectada de su pueblo, más preocupada de la respetabilidad institucional, el poder y el estatus, que de responder a las urgencias materiales de millones de chilenos.
Durante décadas, gobiernos de izquierda y centroizquierda administraron un modelo que el propio pueblo rechazó en las calles: salarios indignos, pensiones miserables que no alcanzan ni el 50% del salario mínimo, un sistema de salud colapsado, educación desigual, corrupción política y judicial, y una deuda histórica jamás saldada con las víctimas de la dictadura.
El Estallido Social de 2019 no fue un accidente. Fue una advertencia. Y el plebiscito de 2020, donde cerca del 80% votó por cambiar la Constitución, fue un mandato claro. Sin embargo, el gobierno de Gabriel Boric —electo precisamente para encarnar ese cambio— fue incapaz de liderarlo.
Se nos dirá, como siempre, que la correlación de fuerzas en el Congreso lo impedía. Es cierto: no hubo mayorías. Pero también es cierto que nunca hubo voluntad política real para dar la pelea, ni siquiera para instalar debates, tensionar al poder o movilizar a la sociedad. Por el contrario, el oficialismo terminó defendiendo el mismo statu quo que prometió cambiar, bailando al ritmo que le impuso la derecha.
A ello se sumó una rendición explícita ante la tecnocracia neoliberal. La negativa a políticas de alivio económico en 2022, la defensa dogmática del sistema de pensiones y la escasa ayuda frente al alza del costo de la vida terminaron por romper el vínculo con una población que no vive de indicadores macroeconómicos, sino de sueldos que no alcanzan.
La derrota del progresismo no es, entonces, cultural: es material. La moderación no trajo estabilidad; trajo frustración. Y en ese vacío, las ultraderechas avanzan, porque al menos dicen querer cambiar algo, aunque sea para peor.
La candidatura de Jeannette Jara fue víctima de este contexto. Más que su militancia comunista, lo que pesó fue haber sido ministra de un gobierno percibido como continuidad. Su campaña terminó secuestrada por sectores derrotados, discursos anacrónicos y una estrategia diseñada para un electorado que ya no existe.
Lo ocurrido es, en esencia, un voto castigo. Así como Boric fue elegido en 2021 como castigo a Piñera, Kast triunfa hoy como castigo a un gobierno que prometió dignidad y entregó administración.
¿Y hacia dónde mirar ahora?
Si la izquierda insiste en la autocomplacencia, en proteger cuotas de poder y en evitar una autocrítica real, el malestar social volverá a estallar. La pregunta no es si ocurrirá, sino cuándo. Y una vez más, la clase política podría no verlo venir.
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