By Rodolfo Varela
Una vez más, el Estado chileno vuelve a disfrazar de memoria lo que en verdad es manipulación política. El reciente acto en los Hornos de Lonquén fue presentado como “conmemoración por los 52 años del Caso Lonquén”. ¿Cómo se puede llamar “conmemorar” al horror de la desaparición forzada, al asesinato brutal de 15 campesinos —entre ellos cuatro menores de edad— cuyos cuerpos fueron arrojados a hornos de cal?
Eso no es conmemoración: es recordación, es denuncia, es memoria viva de un crimen de lesa humanidad.Pero los gobiernos de turno, de derecha y de izquierda, insisten en usar las palabras para maquillar la verdad. Transforman el dolor de las familias en discursos solemnes que suenan bien en vísperas electorales, pero que no se traducen en justicia, reparación ni verdad. Pasan los años y el patrón se repite: cada aniversario, ministros y autoridades acuden a los sitios de memoria, leen frases bonitas sobre el “alma de Chile” y la “necesidad de justicia”, pero al día siguiente el país vuelve a convivir con la impunidad.
¿Dónde estaban estos mismos poderes del Estado cuando se levantaban los montajes judiciales que encubrían a militares, policías y cómplices civiles de la dictadura? ¿Dónde estuvo la Iglesia, que tardó en alzar la voz, y que aún guarda silencios vergonzosos? ¿Qué ha hecho la justicia chilena, más allá de condenas parciales y tardías, frente a miles de familias que siguen esperando respuesta sobre el paradero de sus seres queridos?
El “Caso Lonquén” fue, en 1978, el primer golpe que desnudó ante el mundo la maquinaria criminal de Pinochet. Fue el testimonio irrefutable de que en Chile se secuestraba, se torturaba y se asesinaba. Y, sin embargo, 52 años después, las víctimas siguen siendo usadas como estandarte por gobiernos que prometen mucho y cumplen poco. El Plan Nacional de Búsqueda es necesario, sí, pero llega demasiado tarde para quienes murieron esperando verdad y justicia.
Y mientras las autoridades levantan placas y pronuncian discursos, los sobrevivientes y familiares reciben pensiones miserables, indignas, que no alcanzan ni para cubrir medicamentos, mucho menos para vivir con dignidad. ¿Cómo puede el Estado pedir “conmemorar” a los muertos, cuando a los vivos —los que cargan las cicatrices de la tortura y del exilio— se les condena a sobrevivir con sumas que son una burla? Esa es la verdadera cara de la corrupción: políticos de todos los colores protegen sus privilegios, se enriquecen en el poder, y al mismo tiempo empujan a las víctimas a la pobreza y al olvido.
Peor aún: restos humanos de víctimas del terrorismo de Estado siguen guardados en el Servicio Médico Legal, esperando autorización para ser reconocidos. Restos que podrían devolver identidad y paz a familias que llevan medio siglo buscando a los suyos, pero que son retenidos por la burocracia, la indiferencia y el desinterés de un Estado que dice “buscar la verdad” mientras oculta pruebas bajo llave.
Y como si fuera poco, los medios de comunicación en Chile tampoco son del pueblo. Están controlados por grandes empresas, en su mayoría extranjeras, que imponen contenidos alejados de nuestra cultura y de nuestras costumbres. Esos medios no cuentan la verdad del Chile profundo, del Chile obrero, campesino, de las víctimas olvidadas; solo transmiten lo que conviene a los políticos y al poder económico. ¿Hasta cuándo seguiremos permitiendo que la voz del pueblo sea silenciada y que la memoria sea utilizada como mercancía?
Chile no necesita ceremonias vacías ni placas inaugurales que se descubren con discursos huecos. Chile necesita coraje político para desmontar la impunidad, voluntad real para sancionar a los responsables, justicia para las víctimas, dignidad para los sobrevivientes y medios de comunicación verdaderamente en manos de los chilenos.
No se conmemora la desaparición forzada: se recuerda, se denuncia y se exige justicia. Todo lo demás es oportunismo disfrazado de memoria.
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