Por Rodolfo Varela
El reciente despliegue del ministro en visita extraordinaria Álvaro Mesa Latorre por las jurisdicciones de Temuco, Valdivia y Puerto Montt, en el marco del Plan Nacional de Búsqueda, ha sido presentado como un nuevo impulso en la larga y dolorosa tarea de esclarecer el destino de los detenidos desaparecidos de la dictadura militar.
En esta oportunidad, el ministro lideró diligencias en distintos puntos del sur de Chile, asistido por equipos técnicos, peritos del Sernageomin, funcionarios de la PDI y representantes de agrupaciones de familiares, utilizando tecnología avanzada para la localización de posibles sitios de interés.
Es innegable que cada paso en esta dirección merece ser valorado. Cada búsqueda, cada rastreo, cada intento por devolver un nombre y un rostro a quienes fueron arrancados de sus familias, representa un acto de justicia y de memoria. Pero al mismo tiempo, no podemos dejar de mirar con cautela el contexto político en el que estas acciones se desarrollan.
Estamos, una vez más, en tiempos de elecciones, y resulta inevitable preguntarse si este impulso obedece al genuino compromiso del Estado o a una nueva diligencia electoral, de esas que florecen en campaña y se marchitan cuando se apagan las cámaras. Ojalá me equivoque —y sinceramente deseo hacerlo—, pero la historia reciente nos enseña que muchas veces los anuncios grandilocuentes en materia de derechos humanos terminan reducidos a gestos simbólicos o informes que nadie lee.

El Plan Nacional de Búsqueda no puede ser un favor político ni un recurso mediático. Es una obligación moral y jurídica del Estado chileno, que sigue arrastrando una deuda impaga con miles de víctimas: los desaparecidos, los expresos políticos, los exonerados, las madres a quienes les robaron sus hijos —muchos de ellos vendidos a familias extranjeras— y que aún, medio siglo después, siguen esperando verdad y justicia.
A ello se suma otro agravio doloroso: las pensiones miserables que reciben muchas víctimas y familiares, una burla silenciosa que perpetúa la desigualdad. Mientras más se demora la justicia, más terreno gana la corrupción política y judicial, que manipula el dolor ajeno para fines partidarios o personales.

Cada día que pasa sin respuestas, esa deuda crece. Crece el dolor de las familias, crece la impunidad y crece la distancia entre los discursos oficiales y la realidad de quienes aún buscan a sus seres queridos.
Por eso, más allá de las buenas intenciones y de las diligencias anunciadas, es justo y necesario exigir continuidad, transparencia y compromiso real, incluso después de las elecciones. Porque la memoria no tiene fecha de vencimiento.
Y porque no se le hace un favor a las víctimas cuando se cumple con la justicia: se les devuelve una parte de su dignidad.
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