Quizás la mayor razón del rechazo a la nueva Constitución chilena en el referéndum realizado el pasado domingo 4 de septiembre fue la propia Constitución. No el texto, y mucho menos sus detalles. Ni los hechos ocurridos en la Convención Constituyente, ni las torpezas de sus integrantes. Tampoco la falta de debates sobre algunos puntos.
El problema era el propio proceso constituyente.
Las personas que salieron a las calles de Chile por miles en 2019, en la rebelión popular que se conoció como la explosión social, pedían cambios radicales, no una nueva Constitución. La iniciativa de instalar un proceso constituyente partió del gobierno y de los partidos políticos —incluidos algunos identificados con la izquierda— precisamente para desmovilizar la rebelión que desafiaba a todo y a todos.
Enviados a reprimir violentamente las protestas (después de todo, el Presidente de la República había literalmente declarado la guerra a los indignados ciudadanos), ni los carabineros ni las Fuerzas Armadas, que abandonaron sus cuarteles después de décadas, lograron sofocar el profundo descontento de chilenos. Mataron, torturaron, violaron y cegaron más de cuatrocientos ojos, sin lograr que los enojados ciudadanos regresaran a casa.
Sin embargo, ante la ineficacia de la brutalidad, Sebastián Piñera y sus aliados en el Congreso dieron lo que parecía ser un paso atrás: propusieron el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución. (Atención a la palabra “paz” pronunciada por los gobernantes: ¿qué significó la “pacificación” de la Araucanía? Preguntar a los mapuche.)
En otras palabras: al proceso de destitución llevado a cabo por el pueblo en las calles (porque la gente quería destruir el orden), los gobernantes respondieron con un proceso constituyente (porque querían mantenerlo). (Aquí un paréntesis: ¿la propuesta de la presidenta Dilma Rousseff para detener la rebelión de junio de 2013, que a partir de entonces fue secuestrada por la derecha, no era también constituyente “exclusiva”?) la izquierda dio la primera y decisiva victoria a las élites chilenas. Esta victoria terminó, por el momento, con el rechazo de la nueva Constitución.
Desde entonces, en estos casi tres años, la izquierda ha logrado unos resultados favorables que considera importantes avances hacia las aspiraciones de transformación que emanan de las calles en 2019: los chilenos votaron masivamente a favor de la apertura del proceso constituyente; eligieron a una gran mayoría de diputados constituyentes de izquierda e independientes, quienes postularon a una mujer mapuche como presidenta de la Convención Constituyente; y el exdirigente estudiantil Gabriel Boric tomó La Moneda. Tanta energía electoral vertida en el mantenimiento de la Constitución redactada por el dictator y traidor de la patria Augusto Pinochet.
Sí, el proceso constituyente seguirá, dicen. La población no aceptó la propuesta presentada ahora, pero tampoco quiere cumplir con la Carta de la dictadura, dicen. No perdamos la esperanza, suplican. Pero la frustración es enorme e ineludible. Y el precio a pagar por institucionalizar la revuelta será muy alto.
¿Por qué, después de tantas “victorias”, todo parece volver al punto de partida? Precisamente por la primera y mayor derrota: aceptar el proceso constituyente propuesto por el gobierno con el evidente propósito de hacer volver al pueblo a casa —o aceptarlo sin avanzar antes con el proceso de destitución, en las calles y asambleas populares, hasta el orden pinochetista. había sido herido de muerte (no lo fue, solo sufrió rasguños y está bien).
El futuro que reclamaban los rebeldes chilenos se estaba fraguando en las plazas ocupadas, en la solidaridad popular, en la confluencia de los rebeldes (indígenas, jubilados, estudiantes, endeudados, desocupados, sin tierra, sin agua, etc. etc. etc.), en la organización espontáneamente, en las barricadas, enfrentando la represión y sustentando el día a día de la insurgencia. Aún quedaba mucho por hacer para derribar el sistema institucional antes de acudir a las urnas, votar, reunir a los diputados en un pequeño salón y discutir un nuevo acuerdo político, económico y social.
Incluso si el texto de la nueva Constitución hubiera sido aprobado por el referéndum del 4 de septiembre, esto no necesariamente hubiera significado una victoria para los miles de chilenos que habían puesto sus cuerpos en las calles exigiendo cambios. Basta con mirar la experiencia latinoamericana reciente.
A principios de la década de 2000, las clases dominantes de Ecuador y Bolivia también lograron canalizar la rebelión popular, especialmente indígena, en procesos constituyentes, que amenazaban con derribarlo todo. En 2007 y 2008, respectivamente, incluyeron en la Constitución los derechos a la naturaleza, el Buen Vivir y la plurinacionalidad, entre otras bellas palabras. La vida de la población ha mejorado, como en todos los países que han pasado por gobiernos progresistas, pero aún no llegan los cambios estructurales, y los procesos sociales —transformados en opciones electorales— han desembocado en golpes de Estado y derrotas en las urnas.
¿Por qué Chile sería diferente, si ya no es diferente? ¿El inicio del gobierno bórico deja grandes expectativas de cambio?
Aquí tenemos otra oportunidad perdida por parte de las fuerzas anticapitalistas que quieren destruir el sistema. Esperemos que la próxima ola de rebelión popular en América Latina, que seguro vendrá, no sea institucionalizada —léase: boicoteada— por la misma izquierda, que tal vez ya ni siquiera sea de izquierda. Está muy claro que ningún cambio vendrá de eso. La derecha se ha dado cuenta de esto durante años. Nosotros somos los que seguimos creyendo.
Rodolfo Varela
Fonte: Tadeu Breda
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