Por Rodolfo Varela
La reciente victoria de Jeannette Jara en las primarias del bloque progresista no solo constituye un hito electoral, sino también un síntoma de un país que aún busca respuestas profundas a problemas estructurales no resueltos por ninguno de sus gobiernos desde el retorno a la democracia.

Con el 60% de los votos en una primaria de baja participación, la dirigente comunista se convirtió en la primera mujer de su partido en ser respaldada por toda la izquierda para disputar la Presidencia de Chile.
Pero su triunfo no puede entenderse solo en términos partidarios. Es, sobre todo, una señal de desgaste de las élites tradicionales —de izquierda y de derecha— que han administrado las últimas décadas con promesas incumplidas, reformas incompletas y una reparación histórica que sigue siendo más retórica que realidad.
Una candidatura desde los márgenes
Nacida en Conchalí, hija de trabajadores, primera profesional de su familia y viuda joven, Jeannette Jara representa la biografía de muchas chilenas invisibilizadas por una política de elite. No viene del barrio alto ni de apellidos ilustres. Su historia —y su tono cercano, conciliador, pero firme— le permitió conectar con una ciudadanía cansada del doble discurso.
Como ministra del Trabajo en el gobierno de Gabriel Boric, Jara logró empujar reformas relevantes: la reducción de la jornada laboral a 40 horas, el aumento del salario mínimo y avances en la reforma previsional. Todo esto mientras sus contrincantes se enfrascaban en debates ideológicos estériles o intentaban desmarcarse del Partido Comunista, más preocupados por sus alianzas que por la gente.
Una crítica transversal: gobiernos que fallaron
Sin embargo, su llegada a La Moneda —si logra concretarse— implicará un reto mayor: gobernar un país que lleva décadas postergando deudas sociales inaceptables. Gobiernos de derecha como los de Sebastián Piñera priorizaron la represión, el modelo neoliberal y los pactos con los grandes grupos económicos. Gobiernos de centroizquierda como los de Bachelet y Lagos hablaron de justicia social, pero terminaron administrando con pragmatismo el mismo sistema excluyente.
Todos fallaron en algo crucial: garantizar justicia y reparación a las víctimas de la dictadura. Hoy, miles de exonerados políticos, expresos, torturados y familias separadas por adopciones ilegales sobreviven con pensiones miserables, muchas veces por debajo de la mitad del salario mínimo. Esa es una herida abierta, agravada por la indiferencia institucional, el silencio cómplice del poder judicial y la complicidad de algunos sectores religiosos.
Ningún presidente ha hecho de la reparación una prioridad real. Lo simbólico nunca se tradujo en dignidad concreta.
El peso del Partido Comunista… y su autonomía
Paradójicamente, Jara ganó a pesar del Partido Comunista. Sus diferencias con el presidente del PC, Lautaro Carmona, fueron públicas. Se desmarcó en temas como Cuba o el proceso constitucional. Esa autonomía, sin duda, fue clave para su victoria, pero puede convertirse en un campo minado a la hora de gobernar. ¿Hasta qué punto podrá mantener esa distancia sin perder el respaldo de su propia colectividad?
Su discurso hacia el centro también será vigilado con lupa. Desde el Partido Socialista y sectores moderados no ocultaron su incomodidad: “El modelo comunista no ha tenido éxito en el mundo”, dijo Carolina Tohá, su ahora exrival. ¿Estarán dispuestos a apoyarla o facilitarán —por omisión o cálculo— un eventual regreso de la ultraderecha?
Kast, Matthei y el fantasma de la seguridad
Con una derecha encabezada por José Antonio Kast liderando las encuestas, el desafío de Jara es doble: ampliar su base y recuperar la confianza en una izquierda que ha sido percibida como ineficaz frente a las urgencias sociales. El temor, la crisis de seguridad y la precariedad alimentan un electorado volátil, que puede inclinarse fácilmente por respuestas autoritarias.
En este contexto, el llamado de Jara a “no soltar nuestras manos” adquiere sentido. Pero las manos del progresismo llevan años fragmentadas. Hoy debe demostrar que su liderazgo no es solo un fenómeno electoral, sino la posibilidad real de reconstruir un proyecto común, ético y eficaz.
Conclusión: el tiempo de la verdad
Jeannette Jara no tiene el camino fácil. Su historia la respalda, pero el país está herido. No basta con gestos simbólicos, ni con discursos de unidad. Chile necesita decisiones valientes: un plan real de justicia para las víctimas del terrorismo de Estado, una economía centrada en la dignidad humana, y una política que deje de servir a los mismos de siempre.

Queremos un país más justo, más solidario y auténticamente nuestro. Un país donde el poder deje de girar en torno a los mismos apellidos, y empiece a construirse desde la memoria, la igualdad y la dignidad de quienes siempre han sido postergados.
Porque un país sin memoria, sin historia, es un país sin futuro. Y Chile ya no puede darse el lujo de seguir ignorando su pasado ni postergando su porvenir.
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