Los bombardeos en la ciudad de Ilovaisk han arrasado casas, tiendas y fábricas.Los pocos habitantes que quedaron sobreviven hoy sin agua ni luz.Sin teléfono, ni siquiera pueden saber si sus familiares huidos siguen vivos.
Vladimir, de 50 años, posa junto a su casa destruida en Ilovaisk (Ucrania).
El coche frena de golpe en una calle llena de baches y cristales rotos. Una mujer brota del interior y abraza a una vecina que camina por la acera. Ninguna de las dos sabía hasta ese momento que la otra estaba viva. Los bombardeos en Ilovaisk han arrasado casas, tiendas y fábricas. Pero además han dejado un manto espeso de incertidumbre que tardará días en irse.
En esta ciudad que un día tuvo 15.000 habitantes apenas hay teléfonos que funcionen y los que se quedaron para aguantar el chaparrón de metralla son casi todos jubilados sin móvil ni ningún sitio a donde ir. La muerte del prójimo es una incógnita que en algunas ocasiones sólo se despeja al verle volver al montón de chapa y hormigón que un día fue su casa.
La estatua de Lenin de la plaza principal ha estado en las últimas semanas en los dos bandos: el que quiere devolver este territorio a Rusia y el que pretende atarlo a Kiev como sea. 87 soldados ucranianos murieron esta semana en esta ciudad en los choques entre el batallón Dnipró y el Segundo Batallón de la autoproclamada república de Donetsk. La paz ha vuelto pero la industria del hormigón está herida de muerte sin suministros y sin personal para trabajar. Para quien no tiene un huerto o alguien que le ayude, Ilovaisk es un purgatorio rodeado de girasoles chamuscados.
Pero Vladimir es un cincuentón con suerte. Su casa tiene una especie de sótano polvoriento que se convirtió en un tesoro durante la lluvia de fuego de mortero. Tres milicianos y él compartieron el cubículo durante varios días. Una mañana al salir, vio cómo su casa había desaparecido. Ahora pasea entre una colección de muros inconexos acompañado por Igor: "Antes era mi amigo, pero ahora es mi hermano, el sótano es nuestro seguro de vida".
Los jóvenes se marcharon antes de que las cosas se pusieran feas de verdad, y mujeres como la esposa de Vladimir escaparon en el último momento antes de que la guerra empezase a morder los muros calle a calle. "Ella se fue a Mariupol", explica Vladimir, que no se ha enterado de que esa ciudad situada poco más de 100 kilómetros hacia el sur fue la siguiente en ser cercada, en este caso por los prorrusos, que hasta pasado el momento del alto el fuego hicieron valer su artillería. Al saberlo coge como un tesoro el móvil que le ofrece el periodista para intentar saber de ella, pero el teléfono de su mujer está apagado. Igor lo compensa sonriendo con todo el oro de su boca: "Aparecerá, ya verás".
La abuela Proskovia, que nació en la URSS de Stalin, no alcanza a entender qué política ha aplastado su casa
Calle abajo está la abuela Proskovia, que nació cuando Stalin era el gran hombre al que seguir y la URSS el gran proyecto del hombre libre. Ahora, con la cabeza protegida por un pañuelo, no alcanza a entender que política es esa que ha aplastado su casa mientras dormía: "Eran las tres de la mañana, estaba en la cama y me quedé tumbada, tiesa, sin moverme, hasta que acabó", explica abriendo mucho los ojos. Se ha quedado sin agua y sin luz. Tiene comida guardada y un hijo en Moscú con el que todavía no ha podido contactar. En su vivienda se acumulan los cacharros viejos, que ahora rebosan cristales rotos en lugar de guisos.
"¿Para qué destruyen nuestras casas? ¿Se creen que somos terroristas?", clama una vecina en plena calle. Relata que han matado a decenas de personas. El cadáver de un vecino estuvo horas colgado de un cable de la luz en el que quedó enredado tras salir despedido de su vehículo por culpa de un obús. Rompe a llorar, pero se recompone cuando se le pregunta por la política: "Da igual, seamos rusos o ucranianos, pero que dejen de bombardearnos de una vez", dice tono grave. Y se marcha calle abajo, a enterarse de quién sigue vivo por ahí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario