Por Rodolfo Varela
América Latina sigue atrapada en un círculo vicioso de populismo y corrupción. Son dos caras de una misma moneda que han destruido la confianza pública, deformado la democracia y empobrecido a pueblos enteros bajo la manipulación de líderes carismáticos que prometen redención, pero entregan miseria.
Durante décadas, el populismo —tanto de izquierda como de derecha— ha ofrecido respuestas fáciles a problemas complejos. Sus recetas inmediatas: gasto público descontrolado, endeudamiento, subsidios eternos y ataques a las instituciones. El resultado siempre es el mismo: inflación, crisis económica y dependencia del Estado.
La corrupción multiplica el desastre. Gobiernos que nombran ministros sin competencia, antiguos políticos de partido o amigos del poder, utilizan el Estado como botín personal. Fondos públicos destinados a educación, salud o vivienda terminan en bolsillos privados o en cuentas extranjeras. El costo global de la corrupción supera el 5% del PIB mundial, pero en América Latina su precio es moral: la destrucción de la confianza en las instituciones y la perpetuación de la desigualdad.
El populismo y la corrupción erosionan la justicia, la educación, la libertad de expresión y la cultura. Las democracias se convierten en espectáculos vacíos, donde los políticos manipulan la fe popular mientras artistas y figuras públicas, beneficiadas por subsidios, viven del dinero del contribuyente. La población humilde recibe migajas, no derechos.
Los ejemplos sobran:
Argentina: Décadas de populismo y corrupción la hundieron en hiperinflación, pobreza y crisis cíclicas. Solo ahora comienza lentamente a salir del abismo creado por sus propios líderes.
Chile: Treinta y cuatro años de supuesta democracia, con gobiernos de izquierda y derecha igualmente corruptos, incapaces de reparar a las víctimas de la dictadura. Un poder judicial podrido y una élite política complaciente mantienen a un pueblo engañado mientras organismos internacionales (ONU) celebran una “calidad de vida” que no existe.
Venezuela: Del chavismo al madurismo, un modelo autoritario que destruyó la economía y apagó las libertades bajo la bandera del “poder popular”.
Perú y Brasil: Los escándalos Odebrecht y Lava Jato revelaron la magnitud de la podredumbre política regional, donde los sobornos deciden elecciones y gobiernos.
Nicaragua y Bolivia: Líderes que manipulan constituciones y elecciones para eternizarse en el poder, repitiendo el guion autoritario del populismo continental.
Mientras tanto, el crimen organizado se fortalece al amparo de la corrupción estatal, controlando territorios, elecciones y economías paralelas. América Latina ya no sufre una crisis económica: sufre una crisis moral.
Hasta que los pueblos comprendan que ni el caudillismo ni el populismo redimen, y que la corrupción no es un defecto sino un sistema, la región seguirá gobernada por los mismos rostros que prometen justicia mientras venden la patria al mejor postor.
Sin ética no hay futuro. Sin memoria no hay libertad.
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